Dr. Jorge Antonio Ortega G.
Es increíble que nuestra especie desarrolle un instinto de destrucción en pleno siglo XXI, cuando estamos alcanzando la perfección en las ciencias, artes, tecnología y en plena conquista del Universo; ejemplo de ello, el proyecto de conquistar el planeta Marte en el futuro mediato.
Se superaron los estándares de vida de la antigüedad derrotando las enfermedades que esquilaban a la población en general. Hoy contamos con la realidad virtual y la inteligencia artificial que hace fácil la subsistencia humana, pero vemos resucitar el terror que desata una guerra que se constituye en la excusa para despertar uno de los más aterradores instintos del hombre; es decir, la motivación a generar la muerte del oponente.
Freud (1915) escribió un ensayo sobre La desilusión provocada por la guerra, en el cual reflexiona sobre la relación de los avances de esa época y cómo se desmoronaba la posibilidad de la vida en armonía; contrario a ello, se desarrolló una orgía sangrienta y devastadora que involucró a las potencias, y finalizaba recalcando que los pueblos obedecen más a sus pasiones que a sus intereses.
¿Por qué los individuos-pueblos en rigor se menosprecian, se odian, se aborrecen y aun en tiempos de paz, …todas las adquisiciones éticas de los individuos se esfumasen y no restasen sino las actitudes anímicas más primitivas, arcaicas y brutales.
No se puede ignorar la intima relación de la psicología y la ciencia política que desembocan en la interpretación de un fenómeno social como lo es la guerra. El comportamiento humano violento se desembaraza de la ética, la moral y las creencias, teniendo como norte la supervivencia en el campo de batalla y llevar la violencia a su máximo exponente de exterminio del bando contrario orientado por estamento político de las naciones enfrascadas en la escalada del conflicto.
Hobbes explica que la guerra no puede impedirse ni prohibirse, sino tan solo regularse para procurar una convivencia armónica entre las naciones.
Al final, la guerra es la continuación de la política por otros medios y se concreta en imponer la voluntad de una nación sobre otra, no importando si es por recursos, territorio estratégico, étnico o religioso.
Otros teóricos de la conducta humana determinan que la agresividad del individuo es natural; de hecho, los conflictos motivan a las poblaciones a marchar al escenario de combate en un grado superlativo de motivación por la destrucción de la mayor cantidad de adversarios.
Las crónicas de los desplazamientos de los combatientes de las dos conflagraciones mundiales son testimonio fehaciente de esa efervescencia por matarnos los unos a los otros.
Es vergonzoso que en el tercer milenio permitamos perder la paz y nos hundamos en las profundidades del odio incontrolable, la violencia desmedida y una destrucción masiva de vidas. Todos perdemos con la guerra, no importando cuán cerca o lejos estemos de ella.
Existen teorías en contra de la herencia genética de la violencia humana, lo cual se convierte en una controversia en el plano de las ideas del desarrollo de la civilización que se doblegan ante la interrupción de la belicosidad excesiva por la incapacidad política de resolver las controversias entre las naciones. Rousseau presenta un horizonte desolador de las sociedades modernas y ningún final feliz para la historia de la especie si seguimos empecinados por el camino sinuoso de la conflictividad.
Hobbes explica que la guerra no puede impedirse ni prohibirse, sino tan solo regularse para procurar una convivencia armónica entre las naciones. Por eso, no puede ser justa o injusta porque forma parte de una ley natural a la cual no pueden renunciar los Estados. La regulación viene dada naturalmente por el equilibrio de las fuerzas de los diferentes leviatanes. Es urgente releer la visión de Kant con relación al mandato de la razón práctica de “No hacer la guerra”