Guillermo Monsanto
El Dagoberto Vásquez que muchos conocimos, hombre de familia, amigo y artista, siempre fue consecuente con sus ideales y estilo de vida. Hizo de la disciplina el ejercicio a seguir y a partir de sus procesos formales, fue el creador que llegó a conclusiones que contribuyeron a encauzar el arte de su tiempo.
Como investigador fue riguroso. Como pensador siempre tuvo claras sus ideas. Incluso se le puede percibir como un crítico cuya profundidad analítica siempre provocó ideas que desembocaron en beneficio del conocimiento.
Este artista, salvo el particular caso de la estampa xilográfica, por lo general se alejó de las obras seriadas. De allí que su abundante escultura sea prolija en piezas de carácter único.
Su dominio del latón de cobre soldado, probablemente perfeccionado durante su estancia en Chile, le permitía mantener un diálogo personal con el material y alejarse con plena conciencia de los talleres de fundición de bronce y la intervención de segundos y terceros en sus obras.
Cien años es mucho y también es poco tiempo.
La piedra, la madera y el mármol le permitieron ahondar en las dificultades que cada material le ofrecía, domeñando con prestancia cada masa que se propuso conquistar. Incluso, llegó a fundir algunas esculturas, siempre únicas, en estaño y aluminio valiéndose de un procedimiento primitivo que algunos llaman a la arena perdida.
Mucha gente recuerda al maestro como un sujeto serio e inflexible. Y sí, he de reconocer que tendía a alejarse de las personas incapaces de entender o de construir a partir de sus propias ideas. Era, como buen artista, un apasionado al que le gustaba discurrir desde el mundo de la creatividad y el ingenio.
El taller de Dagoberto Vásquez fue una especie de laboratorio científico en el que siempre se planteaban hipótesis con problemáticas a resolver. Allí buscó y encontró respuestas para los problemas que cada medio le ofrecía. Fue, además, el espacio cálido al que acudieron otros artistas y pensadores para intercambiar ideas, considerar premisas y hasta para recomponer el mundo.
También fue un fiel creyente de la juventud. Hace 34 años, más o menos, nos acercamos a él Luis Humberto Escobar y mi persona para solicitarle que apadrinara nuestra sala de exhibiciones. Él, y su discípula AnaMaría de Maldonado, fueron los dos primeros artistas en darnos su aval. También, desde ese momento, desarrollamos una amistad que nos fortaleció y de la cual aprendimos tanto.
De lo anotado el interés de publicar esta serie de artículos. Notas que surgen de la admiración y de la intención de perfilar al artista, pero también al humano. A ese maestro que, siempre respetuoso, supo guiarnos y brindarnos consejos que nos sirvieron durante el despegue y consolidación profesional en el singular territorio de las artes.