Ana Sánchez de la Nieta
Revista Nuestro Tiempo
Sin tiempo para morir es un ejemplo de cómo se puede adaptar un clásico que se había quedado absolutamente acartonado. La
evolución del personaje ha servido para resucitar una saga moribunda. Como dice un buen amigo, a mí lo que me gusta es hablar de la vida aprovechando las películas… Y voy a hablar de mis reflexiones sobre James Bond. Aviso, hay spoiler.
La última película de Bond, además de sacar la saga del dique seco, me parece el broche final de una interesante evolución del agente 007 hacia una masculinidad mucho más sana. Y aquí hago un inciso para los que piensen (con toda la razón, probablemente) que qué hago yo metiéndome en el jardín de las masculinidades.
Después de este inciso, entremos en materia. James Bond siempre se ha presentado como un personaje cien por cien masculino dirigido a un público mayoritariamente masculino. Un hombre de acción, sin miedo al peligro, resolutivo y frío, que además podía presumir de una elegancia y atractivo que le hacían absolutamente irresistible para las mujeres, que estaban encantadas de sentirse maltratadas por un tipo con tanto glamur.
El recorrido termina en un legado sorprendente.
Al escribir estas líneas una se pregunta cómo semejante personaje pudo sobrevivir al siglo XX. Pero lo hizo. Lo de los papeles femeninos, mejor lo dejamos para otro día. La resurrección empezó hace quince años, en 2006, con Casino Royale y con el estreno de Daniel Craig como James Bond.
El actor británico repetía muchos clichés de los agentes anteriores (seguía siendo igual de atractivo), subrayaba la ironía de Ian Fleming pero, y aquí estaba lo novedoso, añadía profundidad a la historia de nuestro protagonista, que, por fin, tenía un pasado y sufría por un futuro. Un sufrimiento todavía un poco básico, pero algo es algo. El agente 007 comenzaba, tímidamente, a explorar sus emociones, y sus relaciones no eran mecánicas y sin consecuencias. Dejaban una huella. Como en la vida real.
Y no me refiero solo a sus relaciones con las mujeres, que por supuesto, sino con sus jefes, con sus compañeros, con sus amigos e incluso con sus adversarios. Y esta evolución en las cinco películas del que algunos llaman ciclo Craig culmina con un broche de oro en Sin tiempo para morir. Porque ya no se trata de que James Bond tenga amigos y sufra por ellos, o que no utilice a las mujeres como hasta ahora. No se trata incluso de que sea capaz de valorarlas e incluso de ser fiel a su pareja.
Todo esto ha ido configurando al protagonista en los últimos títulos, pero hay un paso más. El recorrido termina en un legado sorprendente: la paternidad. Sorprendente, aunque en cierto punto lógico, porque la evolución de James Bond le ha llevado de un encerrado solipsismo en el que los demás eran simples instrumentos para conseguir retos (unos más confesables que otros) a un darse en una relación más sincera, más gratificante y mucho más fructífera. Este proceso de Bond no se entiende sin su progresivo abrirse al resto de personajes.
Y ese abrirse se traduce, en las sucesivas películas, en aceptar, en perdonar, en renunciar, en pedir perdón, en ceder. En amar. Y, por eso, el final de Sin tiempo para morir me parece sencillamente espectacular para entender el valor de la nueva masculinidad. Una masculinidad que se demuestra, en primer lugar, en lo doméstico y en lo cercano. Después de recorrer el mundo, James Bond (ahora sí, irresistiblemente atractivo) vuelve a casa.