Ignacio Uría / Revista Nuestro tiempo
“¿Están seguros de que estamos despiertos? Para mí es como si estuviéramos durmiendo, y soñando”. Esto se lo preguntaba Shakespeare en Sueño de una noche de verano (obra con duende y con bosque) en boca del enamoradizo Demetrio, eternamente cautivado por Helena y solo por eso, digno de aplauso. Pero eso es otra historia. A veces me pregunto qué soñarían los grandes, por ejemplo, Julio César. Sin embargo, pienso en él y se me aparece su onírica esposa, Calpurnia, que vio a su marido ensangrentado en los idus de marzo. También me curiosea Fernando III, rey santo y conquistador que mandó levantar las catedrales de León y Burgos. Supongo que anhelaría la gloria de Dios y verle cara a cara. Al final lo consiguió.
Miguel Ángel ambicionaba diseñar una cúpula más bella que la de Florencia. Paulo III le dijo que lo intentara en San Pedro del Vaticano, pero Buonarrotti sabía que era un sueño inalcanzable. Por eso, se despidió del domo florentino con una declaración de amor: “Me voy a Roma para construir a tu hermana. Más grande, quizá, que no tan bella”. Lo relata Vasari en sus Vidas y “se non è vero, è ben trovato”. Una historiadora británica, Sasha Handley, cuenta en uno de sus libros que, hasta finales del siglo XVII, lo normal era dormir alrededor de cuatro horas, permanecer despierto una o dos horas más, y volver a dormir otras cuatro. ¿Qué hacían entre medias? Unos seguían en la cama, bien hablando o bien rezando; otros se levantaban y comían algo (ah, el viejo resopón), jugaban a las cartas o preparaban la comida del día siguiente. Hoy nos sorprende, pero extraña menos si pensamos en los benedictinos. Estos monjes se retiraban a las siete de la tarde, se levantaban a las once para maitines y laudes y volvían a sus jergones a las dos de la mañana hasta que llegaba la hora prima. Así, día tras día, como en un sueño divino.
En aquellos tiempos, la cama dejó de ser un mueble para dormir y se convirtió en un símbolo de estatus social. Lo narra Hans Christian Andersen en La princesa y el guisante, cuento donde la candidata a reina debe dormir en una cama con veinte colchones y percibir si hay escondido un guisante entre ellos. Solo los reyes podían permitirse tal despliegue de sensibilidad, comodidad y poderío.
También Cervantes, con esa vena cronista tan suya, nos habla de cómo dormían hidalgos y campesinos: “Cumplió don Quijote con la naturaleza durmiendo el primer sueño, sin dar lugar al segundo, bien al revés de Sancho, que nunca tuvo segundo, porque le duraba el sueño desde la noche hasta la mañana, en que se mostraba su buena complexión”. Las cosas cambiaron con la Revolución Industrial y la llegada de la iluminación artificial. Primero, el gas; después, la electricidad, y de remate, los horarios inhumanos de las fábricas. El cuerpo perdió el oremus y ya no sabía si tenía que seguir despierto, dormir o levantarse. Tan solo la siesta (que resiste ahora y siempre al invasor, cual guerrero galo) nos recuerda esa alternancia de sueño y vigilia característica de otras épocas, más humanas por más lentas y menos capitalistas. El sueño, qué gran cosa aunque se ronque y apenas dure unas horas. Los sueños, más grandes aún porque duran años y sobreviven al que los tiene. ¿Soñamos para vivir? ¿O quizá para olvidar? Vivir, dormir, morir: soñar acaso, pero soñar para quedarse corto.