sábado , 23 noviembre 2024
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El armario del Cid Campeador (II)

Judith Alegría y Antonio Rubio Martínez 

Revista Nuestro Tiempo

El Cid histórico: Nacido en Vivar (Burgos) entre 1040 y 1050, Rodrigo Díaz fue un “señor de la guerra”, tal y como lo describe David Porrinas en El Cid. Historia y mito de un señor de la guerra (2019). Era un caballero de orígenes no tan humildes como se le han atribuido. Comenzó sirviendo al rey de Castilla y León; sin embargo, lo desterraron por una administración fraudulenta de las parias que el rey moro de Sevilla pagaba a Alfonso VI. Se convirtió en una suerte de mercenario a expensas de los emires de Zaragoza. Como resumía Lorenzo Silva, prolífico escritor madrileño, el Cid “pasa de ser un proscrito a un conquistador, a un hombre poderoso” capaz de hacerse con un reino como el de Valencia, para el que no tuvo heredero, pues su hijo Diego, fruto de su matrimonio con Jimena, murió en batalla. Todo esto lo consiguió a través de su destreza militar en campo abierto, algo que evitaba la mayoría. Su prestigio también le permitió casar a sus hijas, María y Cristina, con Ramón Berenguer III, conde de Barcelona, y el infante Ramiro Sánchez de Pamplona, respectivamente. Enfermo y tal vez deprimido por la muerte de su hijo, Rodrigo Díaz falleció, según la Historia Roderici, en julio de 1099.

“Dos de los grandes poderes de las mujeres de la época eran mantener la dinastía y preservar la memoria”, sostiene David Porrinas, profesor e investigador en la Universidad de Extremadura y autor de El Cid, Historia y mito de un señor de la guerra. Por ello, es posible que Jimena, en los diez años que separaron su muerte de la de su esposo, comenzara a hilvanar lo que después sería la leyenda que a juicio de Porrinas ha “ensombrecido e incluso devorado” al personaje histórico. Caer en el olvido, en aquellos tiempos y en los nuestros, significa la segunda y definitiva muerte. Jimena guardaría e incluso engrandecería, junto con Jerónimo, obispo de Valencia, su memoria, sin la que no podrían aspirar a recuperar lo que perdieron en la ciudad del Turia. Hubo multitud de alianzas de retaguardia entre mujeres y eclesiásticos para regir los destinos de los Estados en ausencia de los reyes, como también hicieron Matilde de Flandes y el obispo de Bayon con el marido de ella, Guillermo el Conquistador, cuyos hechos mandaron plasmar en el lienzo que se considera el primer cómic de la historia. 

El Cid es un personaje completo  cuya personalidad no le hace falta un contrapeso.

El Cantar inauguró las letras hispánicas. Inés Fernández-Ordóñez, “P” de la Real Academia y catedrática de la Universidad Autónoma de Madrid, señala que “es el primer poema épico que conservamos en su forma versificada, que no tiene una temática francesa, que nos ha llegado completo, y, además, la fuente principal para la Estoria de España, y esta para todas las crónicas posteriores”. Pero no puede olvidarse que se trata de una obra de propaganda castellana frente al viejo y rígido reino de León. 

De esta manera, el Cid cobró notoriedad y pasó a formar parte del imaginario común de los españoles. Afirma Alberto Montaner, especialista en filología árabe y española, medieval y moderna, que el Campeador es “un héroe épico mesurado”. Frente a Aquiles el colérico y Roldán el vanidoso, Ruy Díaz encarna una perfecta unión entre valentía y prudencia (sapientia et fortitudo), al que siempre le sonríe la suerte (audentes fortuna iuvat), según Montaner. 

El Cid no necesita de un Olivier que modere su arrojo o de un Sancho Panza que le grite “¡Que no, que no son los ejércitos de Pentapolín el del Arremangado Brazo ni de Alifanfarón de la Trapobana!”. Mientras Sancho y don Quijote son casi dos caras de una misma moneda, el Cid es un personaje completo  cuya personalidad no le hace falta un contrapeso; Álvar Fáñez no es más que un nombre propio entre sus caballeros. 

El de Vivar no se enfrenta a sus enemigos sin haber convocado antes un consejo de guerra, ni siquiera se toma la justicia por su mano cuando los infantes de Carrión vejan y maltratan a sus hijas. Se presenta como un padre y marido ejemplar, incluso en la distancia, y un modelo de caballero cristiano cuyos triunfos son gracias a Dios, y sus desaciertos, por sí mismo. 

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