Judith Alegría y Antonio Rubio Martínez
Revista Nuestro Tiempo
El Cid ha recorrido desde su muerte la historia vistiéndose según los intereses del modista. El Cantar, semillero de la literatura española, presenta un modelo de caballero al que seguir; la Guerra Civil lo toma como símbolo de los vencedores y de los vencidos; Hollywood lo transforma en el portavoz de un discurso pacifista en plena Guerra Fría; Pérez-Reverte lo devuelve al realismo, ahondando en su humanidad; y Amazon lo convierte en protagonista del Juego de tronos patrio. Así, el Cid es una muñeca rusa a la que cada siglo le pintó su traje.
“¡Ahora verás, bandido! ¡Toma esa! No huyas, cobarde. La próxima vez te las haré pagar. Soy Ruy Díaz el de Vivar, hijo de don Diego y caballero del rey”. Rodrigo se acordaba de aquellos combates cuando, con una espada de verdad al cinto y un caballo aún sin nombre, corría lanza en ristre hacia las filas enemigas. Confiaba su suerte al lazo de Jimena; todavía manchaba su espada la sangre del padre de ella. Quién le hubiese dicho al crujir su escudo bajo el arma rival que tiempo después habría de recoger todo lo que cupiera en el zurrón para abandonar su tierra por orden de su rey.
Lo empujaron al destierro envidias que le negaban cualquier cobijo. Salían de Burgos Ruy Díaz y sus hombres cuando se acercó una niña: “Non vos osariemos abrir nin coger por nada; si non, perderiemos los avieres e las casas, e aun demás los ojos de las caras. ¡Çid, en el nuestro mal, vós non ganades nada!”. Más allá del Duero, por tierra de nadie se adentró aquel al que los moros ya llamaban Sidi.
De camino a Zaragoza recordaba los muros tristes de San Pedro de Cardeña, la alcoba en la que dejó a su mujer y a sus hijas, tan
pequeñas.
Allá seguían en Castilla, a la que el rey Alfonso no le dejaba entrar a pesar de sus hazañas. Para sí mismo y para ellas tomó Valencia, la ciudad asomada al Mediterráneo cuya inmensidad fue poca para su leyenda. Por sus mil caras, por las pocas que tuviera y las muchas que le dimos, lo vio Manuel Machado en: “…la terrible estepa castellana,/al destierro, con doce de los suyos/polvo, sudor y hierro, el Cid cabalga”. Y la del poeta es otra versión más de un personaje que ha sabido adaptarse a cada siglo. Su misma mujer, a los pocos años de muerto, posiblemente inició la conversión de su marido en un mito para poder justificar sus derechos sobre la recién perdida Valencia.
Poco más de cien años después apareció, anónimo como tantas cosas, el primer texto de la literatura española, en una plaza en torno a un juglar que con gestos y palabras dibujaba sus glorias y desventuras. El cantar de Mio Cid nos presenta en sus tres cantos a un héroe que llora, come, pasa penurias, como cualquier otro mortal, pese a arrollar a cientos de moros o cristianos. Al personaje del Cantar se le fueron añadiendo matices que tuvieron su repercusión tanto en el Siglo de Oro español como en el teatro francés del XVII.
Más adelante, en el Romanticismo, se consagró como el gran héroe medieval español y símbolo del país, al que acudirán luego tanto el franquismo como los exiliados republicanos. El cineasta Anthony Mann pasó en 1961 al guerrero castellano por los filtros hollywoodienses que ya habían sometido a Cleopatra, César o Judá Ben-Hur. En 1974, vinieron desde el Japón para contar lo que a los españoles no se nos ocurrió, esto es, su infancia en Vivar, donde el Campeador tiene madre por primera vez.
Y lejos de aminorarse, esta profusión se ha avivado en el siglo XXI. No hay más que ver la novela Sidi (2019), de Arturo Pérez-Reverte, o la serie de Amazon Prime (2020), la versión española de Juego de tronos, que en lugar de incidir en el personaje literario busca reconstruir al Cid histórico.
Poco tienen que ver el austero decorado de Almenar de Soria y Jaime Lorente, el Denver retirado de La casa de papel, con la fastuosidad del León de Charlton Heston. Y así cabalgó, después de muerto, para cruzar las puertas de la historia y entrar en la leyenda.
Continuará…