Joseluís González
Revista Nuestro Tiempo
Es lo que tiene abrir con la conclusión, con la tesis que se propugna: corresponde al receptor construir las demostraciones. En ese libro medieval, el exemplum titulado Lo que sucedió a un hombre bueno con su hijo recalca que, al igual que les ocurre a ese padre y a ese muchacho que van a la feria en burro, montados los dos en el animal, o montado solo el joven, o montado únicamente el mayor, o sin montar ninguno, son determinaciones y posibilidades de actuar que no contentarán siempre a todo el mundo: continuamente les afeará alguien su decisión o verterá algún reproche o tachará con una crítica. En el cuento, como en la vida. Antes, como en el presente.
La ficción aclara algunas facetas de la poliédrica y heterogénea realidad: nunca se hace o se deja de hacer algo al gusto de todos. Patronio alarga sus explicaciones y juicios: conviene calibrar antes daños y provechos, tener la prudencia de dejarse aconsejar, no guiarse por los impulsos ni deseos y otras recomendaciones de carácter más bien moral, ético. E interesado, unilateralmente utilitario. Podría rescatarse del pragmatismo encerrado en este exemplum alguna línea: de no encontrar quien aconseje, no debe uno precipitarse nunca en lo que se tiene que hacer, mejor “que pasen al menos un día y una noche, si son cosas que pueden posponerse”. Las colecciones de autoayuda cultivan paradigmas parecidos. Hablamos de otro asunto.
Crece la seductora idea de que todo empleo lingüístico es en sí mismo argumentativo. Catalina Fuentes, catedrática de la Universidad de Sevilla, defiende que “la argumentación es una dimensión que puede afectar a cualquier tipo de textos: coloquial, jurídico, publicitario, administrativo, narrativo, etcétera”. Quien habla, quien escribe, “puede construir su mensaje con el objetivo de guiar al oyente hacia determinadas conclusiones”. Parece cierto que el universo que modela una novela o una serie, y sus convenciones, desde el tiempo o el espacio a otros elementos constitutivos, debe aceptarlos el lector o el espectador. Pero no todos los mensajes (necesario el libro del filósofo británico J. L. Austin, Cómo hacer cosas con palabras) logran sus objetivos.
Crece la seductora idea de que todo empleo lingüístico es en sí mismo argumentativo.
Un cartel de “Prohibido echar pan a los patos” no impedirá que alguien tire al estanque mendrugos y acabe provocando la deshidratación de esas aves, por dejar de ingerir flora y fauna de su hábitat. No obstante, para quienes se basan en fundamentos de Filosofía, no está aún elaborada una teoría de la argumentación “en el sentido de teoría como cuerpo establecido y sistemático de conocimientos al respecto”, como asevera uno de los mayores especialistas, el catedrático emérito de Lógica e Historia de la Lógica, Luis Vega. Sin embargo, según apunta otra de las mentes capitales en esta materia, Humbert Marraud, profesor de la Universidad Autónoma de Madrid, Luis Vega ha aportado sustanciales avances en ese sentido. Suya es “la definición ya canónica de argumentar como actividad de dar cuenta y razón de algo a alguien o ante alguien, con el fin de lograr su comprensión y su asentimiento”.
Para Marraud, que a mediados del siglo XX “reemergiera” el interés por esos estudios se relaciona con la dialéctica entendida como disciplina que se ocupa de las argumentaciones y con los distintos sentidos que ha alcanzado esa palabra. No solo la reflexión sobre “los procedimientos que gobiernan (o deberían gobernar) los intercambios argumentativos”, sino además “la parte de la teoría de los argumentos (o lógica, en sentido lato) que trata de las relaciones entre argumentos, y especialmente de las relaciones de oposición entre argumentos”, y abre paso a la operación de
contraargumentar.
Continuará…