Joseluís González
Revista Nuestro Tiempo
¿Se nos enseña (en el colegio, en el instituto, en las facultades, en la vida) a organizar nuestro discurso y orientarlo a conseguir que el auditorio se adhiera a nuestras tesis y acabe compartiendo las opiniones que sostenemos? ¿Por qué existen todavía asuntos controvertidos? ¿Somos capaces de aceptar razones de los demás? ¿Detectamos quiebres de la lógica en el curso de la argumentación? ¿Buscar la verdad implica exigencias personales? ¿Es solo una vieja casualidad que verbos como “debatir” y “rebatir” tengan en su raíz batir, es decir, “golpear”, por no hablar de “impugnar” o “empuñar”? ¿Puede enseñarse bien a argumentar bien? ¿Alguien ha vuelto a intentarlo?
En el primer minuto del video Un viaje por el arte y la música a través de las emociones, Ramón Gener, divulgador de ópera, cuenta una historia personal con esta conclusión: la tercera vez que la música llegó a su vida, fue la definitiva. Tras una infancia de lecciones de piano en el Conservatorio de Barcelona, y una segunda fase (unos cuantos años) siendo barítono (antes había trabajado en fiestas, imitando a Julio Iglesias y a Bosé), acabó descubriendo que el verdadero valor de las partituras, y de la cultura en sí, se basa en compartirla con los demás.
Contar… Pero, ¿consiguen convencer las historias? El storytelling (narrar para sujetar la atención de la audiencia, hacerla pensar, incluso identificarse con quien las cuenta o con su protagonista, y dejar modelada en su retentiva una idea aleccionadora y útil o que guarda conexión con la idea medular) se convierte en un convincente recurso.
¿Detectamos quiebres de la lógica en el curso de la argumentación?
La CEO de una multinacional o un ponente de TED pueden empezar su intervención relatando significativamente. Los tres episodios definitorios de Steve Jobs en su célebre discurso en el campus de Stanford, en 2005, siguen con vida.
Es, además, un recurso milenario, como lo sabrán personas medianamente leídas que conozcan la parábola del hijo pródigo o cualquiera de las fábulas heredadas de Esopo, como una que acaba preguntando a todos los presentes, un corro de ratones, quién le pone el cascabel al gato. Es decir, la reunión termina sin haberse adoptado ningún acuerdo o, quizá aún peor, las soluciones planteadas parecen inviables.
Escrito en 1335, trece años antes que El Decamerón de Boccaccio, El Conde Lucanor es un venerable cofre de joyas. No solo por la cincuentena de sus cuentos, concebidos como un “espejo de príncipes”, una especie de manual destinado a la alcurnia sobre cómo obrar con acierto (asesorado por otros). El libro, compuesto por don Juan Manuel, guarda dentro un tesoro más en las siguientes páginas: un repertorio de aforismos, de proverbios, no tan conocidos, como las instructivas y nítidas narraciones que refiere Patronio a su señor, tras haberle pedido el noble su consejo para decidir ante una dificultad, un imprevisto, una complicación o una contingencia. Aquí va uno de esos proverbios que exigen de quien lo lea, hacerlo con sotil et buen entendimiento: “El mejor pedaço que ha en el omne es el coraçón; esse mismo es el peor”. O este otro, adelantado también unos cuantos siglos y que de paso enlaza con frecuentes accesos del conocer: “La dubda et la pregunta fazen llegar al omne a la verdat”.
Se trata de pensar, de recapacitar. De aspirar a captar lo que es. De ver y averiguar, incluso las contradicciones con que la realidad crece (¿o se pudre?). O avisa sobre la rotundidad con que esa realidad suele dividirse en mitades, sin fácil conciliación. Una penetrante intuición puede sondear el contenido de estas conclusiones. Explicarlas requiere esfuerzo, tiempo y
espacio.
Continuará…