Por: Gerardo Castillo Ceballos
Está de moda transferir a la escuela enseñanzas ajenas a su función y, además, de forma ocasional. Por ejemplo, cada vez que los medios de comunicación informan de jóvenes ingresados en el hospital a causa de un coma etílico, suele comentarse: “Eso les pasa por desconocimiento de los riesgos de las bebidas alcohólicas sin medida. Debiera enseñarse en las escuelas”. Al parecer, no importa que las escuelas estén sobrecargadas de actividades; no importa que muchos profesores padezcan el síndrome de desgaste profesional; hay que seguir sacando agua de ese pozo sin fondo que es la escuela. El recurso a la escuela denota que es vista como una institución multiusos, de la que se puede disponer de forma arbitraria.
A las escuelas se les pide hoy que enseñen las normas de tráfico, que impartan cursos sobre primeros auxilios, que se ocupen de la educación sexual, que prevengan adicciones al alcohol y a la droga, etc. Todo eso es necesario, pero ¿se debe enseñar en la escuela?
Juan Amós Comenio, en su Didáctica Magna (1657) formuló la utopía de “enseñar todo a todos”. No era demasiado atrevida en un momento en el que todo el saber conocido se podía compendiar en una enciclopedia, aunque fue criticada por no contar con dos variables importantes: la edad y el tipo de conocimiento a enseñar. Muchas personas que no aceptan la utopía de Comenio, por falta de realismo, incurren en la incoherencia de pedir a la escuela que lo enseñe casi todo. Es el caso de los padres de familia que delegan en la escuela tanto la instrucción como como la formación de sus hijos. Jon Bradley, profesor de la Facultad de Educación de la Universidad McGill de Montreal, considera que, como sociedad, estamos transfiriendo responsabilidades a las escuelas en muchas materias que no están relacionadas con su desempeño y experiencia. Suelen pertenecer a la familia.
Continuará…