En el pasado adquiríamos virtudes humanas, como la sinceridad y la obediencia, en el hogar, mientras la escuela suscitaba hábitos de laboriosidad y disciplina. Luego nos hacíamos más solidarios en una sociedad que, todavía, era educadora. Se asumía que esos hábitos eran necesarios en el proceso de maduración personal y en la preparación para la vida.
Hubo que esperar a que lo educativo fuera influido (y, en algunas ocasiones, instrumentalizado) por lo ideológico, para que surgieran las llamadas “crisis de valores”, algunas de ellas artificiales. Ahora mismo se nos repite como un mantra, que estamos en una de esas crisis que, a pesar de la frivolidad con que se denuncia, (con frecuencia en la barra del bar) admito que existe. Nadie negaría los males que ha causado el permisivismo moral, convertido después en permisivismo educativo.
Lo que no suele decirse es que todos hemos contribuido, de algún modo, a la crisis; no somos simples espectadores de un suceso que nos es ajeno, sino protagonistas. Por eso no basta lamentarse. Por ejemplo, las crisis de algunas familias proceden de la pérdida de valores encarnados (virtudes) en algunos de sus miembros,
Hay valores positivos olvidados, (como la disciplina); valores manipulados (como la autoridad); valores sobreestimados (como la utilidad); valores negativos legitimados (como la picaresca). La jerarquización de la escala de valores se ha trastocado a capricho. La verdad, la bondad y la belleza han dejado de estar en la cúspide de la escala axiológica desplazados por los valores económicos y utilitarios.
En nuestra sociedad no está de moda ni bien visto en algunos ambientes hablar de virtudes; en su lugar se habla siempre de valores, sea porque son impersonales y, por tanto, menos comprometidos, o porque la virtud se suele asociar a la religión (olvidando la existencia de numerosas virtudes humanas).
No conviene mantener indefinidamente los valores en el plano impersonal y abstracto, sino que hay que personalizarlos.
Valores y virtudes son conceptos similares, pero no equivalentes. Un valor es un sustantivo sin adjetivo (lealtad, solidaridad, etcétera). Sin embargo, se convierte en un valor vivo (una virtud) cuando se puede identificar como adjetivo de una persona concreta: profesor ejemplar, empleado leal, ciudadano solidario. Adquirir de manera personal un valor implica dominio y señorío de sí mismo mediante el uso de la voluntad.
Cuando los valores dejan de ser algo externo y teórico para transformarse en principios internos de actuación, adquieren el nombre de virtudes.
Para los griegos antiguos la educación se basaba en la areté. En Aristóteles significaba excelencia en el cumplimiento acabado de un propósito o de una función. Por medio de la excelencia el hombre accede a la “vida buena”, conforme a la virtud, al tiempo que evita la “buena vida” propia de las personas que viven solo para disfrutar al máximo del placer momentáneo (Carpe Diem).
Para los latinos las virtudes (virtutes) significaban modos de conducta estables que nos capacitan, tanto para madurar como personas, como para realizar todo tipo de encuentros interpersonales, como se ve, por ejemplo, en la amistad (amicitia).
Al igual que un atleta va aumentando su rendimiento con los hábitos adquiridos en el entrenamiento diario, hasta ser capaz de batir un record, así ocurre con la persona que quiere adquirir una virtud: necesita ejercitarse.
Para Carlos Llano, en la sociedad actual no existe crisis de valores, sino pérdida de virtudes. Es necesario dar prioridad a los valores positivos, pero es aún más importante tener la convicción y voluntad de llevarlos a la práctica para generar virtudes. No son los conceptos los que engendran virtudes, porque una transformación hacia un mayor desarrollo, compete a las personas reales.
Educar es, esencialmente, educar en virtudes. Desde Sócrates sabemos que las virtudes no se pueden enseñar; no se transmiten como los conocimientos, por medio de la instrucción, sino que se descubren y contagian como por osmosis, en ambientes formativos y en encuentros con personas íntegras que son modelos de identificación.
López Quintás señala que los valores no nos arrastran, sino que nos atraen; se ofrecen a nuestra inteligencia y nuestra libertad, y esperan a que los acojamos de manera activa para proyectar nuestra vida.
Los educadores somos acercadores de valores; acercamos a los educandos focos de irradiación de valores. El mismo autor pone un ejemplo que resumo: una madre consiguió que un hijo reticente le diera limosna a un mendigo desaliñado que llamaba a la puerta de casa. Lo que buscaba no era solo hacer un acto de caridad, sino también que el niño se aproximara a un área de irradiación del valor piedad.
Por: Gerardo Castillo Ceballos
Profesor de la Facultad de Educación y Psicología de la Universidad de Navarra