Por: Miguel Barreto
Hace seis meses aterrizó en Dominica uno de los huracanes de mayor intensidad jamás registrados en el Atlántico, azotando sin piedad al pequeño país caribeño, con vientos de hasta 260 kilómetros por hora. Quedó claro que los daños eran inmensos y la necesidad grande. Por donde uno mirara, había destrozos y escombros. Fui testigo del sufrimiento y de la frustración de la gente, cuando llegué a Roseau en setiembre de 2017. Cómo hicieron los millones de afectados por la sucesión de huracanes, los dominiqueses activaron de inmediato sus redes de apoyo familiares, comunitarias y gubernamentales. El Gobierno de Dominica pidió apoyo internacional. La respuesta de organismos regionales e internacionales, de gobiernos, de empresas privadas, no se hizo esperar. El Programa Mundial de Alimentos (WFP) inició su operación de emergencia para Dominica.
Enviamos expertos en logística, programas y telecomunicaciones, entre otros; despachamos miles de toneladas en asistencia desde el Depósito Humanitario de Naciones Unidas; y usamos diferentes rutas y proveedores para transportar más alimentos y equipos. Los dominiqueses pusieron todo de su parte para restablecer la normalidad lo antes posible, y nosotros apoyamos su esfuerzo. A partir de diciembre, lo hicimos con el programa de transferencias monetarias de emergencia que inició el Gobierno con apoyo de WFP y Unicef. Tenemos que estar preparados para la próxima temporada. El WFP está trabajando en ello, con los países de la región. Porque ante una emergencia, la vida de los afectados cambia de un día a otro. El impacto que tuvo el huracán María probó que el espíritu humano puede resquebrajarse, pero no quebrarse.