sábado , 23 noviembre 2024
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Preguntas al feminismo

Por: Cristóbal Bellolio, Escuela de Gobierno

Arelis Uribe tiene 31 años y quiere que explote todo. Así se titula, al menos, el volumen que recopila sus columnas más comprometidas con la causa feminista en el contexto chileno. La rabia de la escritora tiene pies y cabeza. Va dirigida contra la estructura social que llamamos patriarcado y contra las expresiones cotidianas que reproducen la asimetría entre hombres y mujeres. Para quienes no entienden qué está en disputa en la batalla cultural que libra diariamente el feminismo, la selección de Uribe es un piquero a ese mundo.

Vamos por parte. Ella reconoce que el feminismo es “polifónico”, como lo denomina. Polisémico, dirían otras. El punto es que no existe una sola forma de practicar el feminismo. Porque el feminismo no es, en la mirada de la autora, un set de convicciones finales sino una actividad, como la felicidad en Aristóteles. Esa práctica puede tener distintos fundamentos teóricos. En la tradición que sigue la columnista, muchas de las diferencias que existen entre hombres y mujeres han sido culturalmente impuestas. Sin embargo, añade, también pueden declararse feministas aquellas que piensan que los estereotipos de género están vinculados a la naturaleza de la especie y no han sido necesariamente construidos. Es decir, cuando se trata de dibujar el perímetro conceptual, su feminismo es ecuménico.

Justamente por esta admisión, Uribe no busca denunciar los falsos feminismos. Pero la tensión está presente. Sería interesante saber qué piensa la autora respecto del “feminismo sin bigote” que dice representar la alcaldesa de Maipú.

La alusión de Kathy Barriga no es trivial: su punto es que se puede ser feminista y al mismo tiempo abrazar ciertos cánones estéticos que refuerzan la idea de mujer como objeto de deseo. Para cierto feminismo, dichos cánones han sido impuestos por el patriarcado. Por ende, no se puede ser libre dentro de esos cánones opresivos. Sin embargo, feministas como Ema Watson, Kathy Barriga y las conejitas de Playboy que lloraron la partida de Hugh Hefner consideran que sí existe un espacio significativo de liberación en la explotación de la propia sexualidad. Para el feminismo de raigambre marxista, esta idea de emancipación no es más que falsa conciencia. Para el feminismo de fibra liberal, en cambio, la igualdad que se persigue consiste justamente en la capacidad de tomar decisiones autónomas. Para las marxistas, el problema es la estructura; para las liberales, es la agencia individual.

El feminismo de esta joven narradora es declaradamente de izquierda. Sabe en qué lugar la ubica su cuerpo y su clase. Tiene conciencia interseccional, dirían las académicas. Quizás por lo mismo, su mejor capítulo está dedicado al machismo de izquierda, que a ratos -muchos ratos- olvida que las formas de opresión son múltiples. “El género”, dice la autora en la senda que va de Angela Davis a Nancy Fraser, “al igual que la clase, es un sistema que divide el poder”.

La selección de Arelis Uribe también es instructiva para reconocer las tensiones no resueltas que se generan en el eje naturaleza-cultura. Ella reflexiona sobre lo “naturalizado” que está hablar del cuerpo de las mujeres, la “naturalización” del ideario conservador sobre la división sexual del trabajo, y lo “natural” que nos parece escuchar historias desde la perspectiva masculina. Lo que no queda enteramente claro es qué rol juega la idea de naturaleza en estos problemas. Una posibilidad es entender natural como “neutral”, “imparcial”, “objetivo”. En ese sentido, siguiendo inconscientemente a De Beauvoir, la columnista tiene razón: aunque estemos acostumbrados, lo masculino no es neutral y cuando se hace pasar por neutral se produce una asimetría injusta. De ahí su persuasivo alegato por un lenguaje inclusivo. La otra posibilidad es entender natural como preconfigurado por siglos de evolución biológica. En ese sentido, la crítica del feminismo al concepto de lo natural entra en arenas movedizas. Uribe llega a sostener que el patrón que usualmente hace que las mujeres críen a sus hijos “no es instinto maternal”, sino “carga política”. Como tal, es susceptible de ser modificado vía intervención cultural. Esta es la vieja discusión que suele enfrentar a la psicología evolutiva que piensa que el ser humano no es una pizarra en blanco y el bando feminista de fibra marxista que cree que somos fundamentalmente maleables.

La pregunta que surge es si acaso es necesario batallar contra las conclusiones de la ciencia -que acredita las tendencias básicas de nuestra división sexual- para justificar las posiciones normativas del feminismo y su alegato central: que las diferencias biológicas no se traduzcan en diferencias políticas, sociales y económicas. Si lo primero no determina lo segundo, ¿para qué pelear contra lo primero? Los textos, finalmente, son de una feminista millennial. Reconoce con hidalguía que su nueva militancia le “arruinó el sentido del humor”. Arelis Uribe está en el bando que patrulla las microagresiones en la conversación cotidiana.

Reivindica la fuña como reprimenda social contra el machismo porque la visión de mundo que dice defender es “la única moral que vale la pena”. Sin embargo, no es estalinista. Hija de su tiempo, se le escapa la veta liberal cuando añade que no quiere prohibirle a nadie sus chistes por hirientes que parezcan. Arelis no viene a censurar. Arelis viene a educar.

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