Por: Ricardo Fernández Gracia, director de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro
Dos celdas vistas por un pintor y un texto de una carmelita visionaria
Entre los fondos del Museo Diocesano de Pamplona se guarda una pintura sobre soporte de hoja de lata seguramente importada de Flandes. Representa la celda de San Francisco de Asís, que aparece postrado en su lecho acompañado del ángel y otros frailes que presencian la escena. Una mesa con un Crucificado y una ventana a la izquierda y unas estanterías a la derecha, junto con la cama y las puertas marcan las líneas de fuga. Numerosos objetos de todo tipo, pajarillos, productos de la huerta y un cordero completan la escena. No faltan el Crucificado y la calavera, elementos imprescindibles para la meditación sobre la muerte. Varios animalitos, como unas palomas y una oveja o cordero recuerdan, además, la filosofía del santo franciscano en relación con la naturaleza. Nada más lejos de una austera celda franciscana que esta visión pictórica del siglo XVII, muy acorde con el naturalismo y la retórica del Barroco.
Respecto a la abundancia de objetos, podemos recordar un texto de la Madre Francisca del Santísimo Sacramento, carmelita descalza del convento de San José de Pamplona y autora de un libro con numerosas visiones de almas del purgatorio. Al referirse a un agustino conventual de Pamplona, afirma que era “de mucha virtud y suposición” y murió, tras haber disfrutado de una elevada renta de 200 ducados de por vida que empleaba en “relicarios, pinturas y cosas curiosas para adornar su celda … pero cebóse tanto en esto que gastaba mucho tiempo y le halló la muerte en casa de un seglar en busca de dos cofres que le llevaban de Castilla llenos de estas curiosidades. Aparecióse luego a la Madre Francisca, puesto en grandes penas, rodeado de todos aquellos relicarios, pirámides, pinturas, flores y curiosidades, hechas fuego, en que tan desordenadamente ocupó el corazón a título de que resultaría en utilidad de su casa; y entonces eran las que más le atormentaban. Pidióla que le encomendase a Dios porque estaba con grande necesidad y trabajo, y desapareció diciendo lo que todos: Cuán engañados vivimos y cuán caro se paga ….”.
Retratos colectivos y particulares
El más antiguo de los colectivos se ubica en un sepulcro de la actual parroquia de la Virgen del Río de Pamplona (mediados del siglo XIV), antes iglesia de las Agustinas de San Pedro de Ribas, en el que se pintó a un caballero y unos grupos en segundo plano, destacando el de cuatro monjas que rezan y comentan entre sí.
Las Carmelitas de San José de Pamplona y de Araceli de Corella guardan sendos lienzos que reproducen en retratos colectivos a toda la comunidad a mediados del siglo XVII y comienzos del siglo XIX, respectivamente. Ambas pinturas obedecen, desde el punto de vista iconográfico a la imagen de la Virgen de Misericordia o del Patrocinio, cuyo origen radica en un pasaje del Dialogus miraculorum, escrito hacia 1220 por el cisterciense Cesáreo de Heisterbach, en donde narra la visión de un monje que vio en el reino de los cielos a la orden del Cister bajo el manto de María. A partir de aquella visión se sucedieron diferentes versiones en las artes figurativas tendentes a expresar el efecto de la misericordia de la Virgen para con sus hijos predilectos. De los cistercienses pasaría a otras órdenes religiosas y de estas a cofradías, a los fieles en general, los pecadores y las almas del purgatorio.
En el de Pamplona acompañan a la Virgen, San José y Santa Teresa. Fue realizado durante el priorato de la Madre Fausta Gregoria del Santísimo Sacramento (Arbizu Garro Xavier), emparentada con San Francisco Javier y fallecida en 1678. En su carta necrológica se afirma que “mandó hacer un cuadro y en él puso la imagen de Nuestra Señora del Carmen, asistida de nuestro Padre San José y nuestra Madre Santa Teresa y debajo del manto o capa de la Virgen a todas las religiosas desta casa, a los pies de la gran Reina, la priora entregándole los corazones de todas las hijas”. La pintura se relaciona con unas cartas del entonces obispo Juan de Palafox dirigidas a la comunidad y su priora allá por 1659.
El de Corella está firmado por el cascantino Diego Díaz del Valle en 1816 para la portería conventual. Resulta tan ingenuo como interesante al incorporar los retratos de las ventiún religiosas, tres de ellas novicias con el velo blanco.
La aversión por dejarse retratar por los religiosos, particularmente, radicaban en razones de incompatibilidad con la modestia y la humildad propias de la vida conventual. Los de religiosos son más abundantes que los de las monjas. Entre los contados ejemplos de estas últimas figuran los de las Agustinas Recoletas de Pamplona, la fundadora de las Capuchinas de Tudela y las afamadas carmelitas descalzas de San José de Pamplona. Causas de fama de santidad, visiones o fundadoras justificaban aquellos retratos individuales. Las Capuchinas de Tudela conservaban el de sor Lucía Margarita Cerro que fue una de las fundadoras que llegaron desde Toledo a la capital de la Ribera en 1736 para la fundación de la casa. En la cuarta década del siglo XIX se ha de datar una delicada acuarela atribuida a Valentín Carderera de la Madre Ángela Urtasus, religiosa de Tulebras que se conserva en la Biblioteca Nacional.
La muerte
Un capítulo especial en el mundo hispano conventual y de modo especial en Nueva España lo constituyen los retratos de religiosas virtuosas difuntas coronadas. En Navarra contamos con un ejemplo excepcional, el de la Madre Josefa de San Francisco de las Agustinas Recoletas de Pamplona, fallecida en 1665, a los setenta años. La pintura se centra en el velatorio del cadáver con hábito de su orden, abrazando un crucifijo y una palma, como signos de victoria sobre la muerte corporal y la cabeza coronada. Siguiendo otros modelos, el cadáver yace sobre una mesa vestida con rica tela e iluminado por velas de ricas llamas colocadas en candeleros seiscentistas con amplia base y astil moldurado. La retratada, Josefa de San Francisco (Elejalde Idiáquez), siempre con la salud achacosa, era profesa del convento de Eibar, “de talento vivo y buen entendimiento”, según las crónicas. Fue una de las fundadoras del convento de Pamplona y su priora entre 1637 y 1665. El cronista Villerino, en 1690, escribía acerca de sus dotes para las artesanías, señalando que “fue la primera que enseñó a hacer flores en su convento y asimismo enseñó a sus hijas a hacer los ternos y demás cosas del servicio de la sacristía y a cortar el vestuario que llevan y coserlo, pues todo esto se hace en el convento…”.