Se basa en la autorrealización adquirida mediante el ejercicio de la virtud; camino, que no permite atajos.
Todo hombre y toda mujer aspira por naturaleza a ser feliz; es algo específico del ser humano. Esta aspiración se frustra cuando
se confunde la felicidad con lo que no lo es; también cuando la buscamos de forma ansiosa. Hoy existe una tendencia a perseguir una felicidad utilitarista, entendida solo como placer sensible y como satisfacción inmediata. Decía Aristóteles que la felicidad no está en lo efímero (las cosas y los placeres sensibles), sino en la vida honesta, conforme a la virtud; por eso aconsejaba vivir y obrar bien (eudaimonía), lo que incluía llevar una vida austera.
La felicidad incluye cierto grado de placer y de bienestar material, pero no son, por sí mismos, fuente de felicidad. La felicidad es una realidad espiritual; por eso ningún materialismo ha podido hacer feliz al hombre, incluido el consumismo. En la actual “civilización de las cosas” se pretende comprar y vender felicidad como si fuera un producto más de la sociedad de consumo.
Se está extendiendo la costumbre de comprar el último objeto fabricado con una fe ciega de que nos ayudará a vivir y sentirnos mejor: sillones para relajarse, almohadas para dormir de un tirón, cinturones para adelgazar, etcétera. No se trata necesariamente de compradores compulsivos, sino de personas que se sienten impulsadas a llenar algún vacío interior; asocian ciertas compras superfluas con su falta de autoestima y de identidad y se aferran a ellas como a tablas de salvación. Sean o no conscientes de ello, intentan comprar la felicidad. Pero ese planteamiento no funciona: tras comprar el último y más caro artilugio del mercado se sienten bien consigo mismos, pero cuando descubren que se están midiendo en relación con lo que han comprado y no por lo que son, desciende su autoestima, lo que les mueve a comprar una nueva cosa. No les resultará fácil escapar de ese círculo vicioso.
La cuestión de si el dinero da o no da la felicidad está siendo muy debatida. Un estudio, realizado por The University of British Columbia concluye que el dinero no da la felicidad; solo es una ayuda psicológica para sentirse menos triste y desgraciado en el día a día. Para B. Villaseca, “el dinero puede proporcionarnos un estilo de vida muy cómodo y placentero, así como una falsa sensación de seguridad, pero no puede comprar nuestra felicidad. Porque nuestro bienestar emocional no depende de lo que hacemos ni de lo que tenemos, sino de quiénes somos y de cómo nos sentimos”.
Existen también personas a favor de que con más dinero podemos comprar más felicidad, sin ser conscientes de que están confundiendo la felicidad con el bienestar material. Esas personas creen en la existencia del supuesto binomio: “dinero-felicidad”. Esas dos realidades no pueden ser dependientes la una de la otra. Un buen ejemplo es el de quienes tras tocarles la lotería exteriorizan su alegría de forma desmesurada: asocian el dinero con la felicidad. Para evitar falsas ilusiones, deben conocer la tesis de Aristóteles: la felicidad humana se basa en la autorrealización adquirida mediante el ejercicio de la virtud. En ese laborioso y permanente proceso no caben atajos.
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