Del líder se espera que transmita su compromiso para actuar en función de valores y con coraje.
Nunca se habló tanto de liderazgo como hoy y nunca hubo tanta carencia de auténticos líderes, sobre todo en el ámbito de la política. No encontramos ya líderes con la estatura intelectual y moral de Konrad Adenauer, Golda Meir o Winston Churchill. Con mucha frecuencia se llama líder a cualquiera que tenga poder, con independencia de cómo lo haya conseguido y de cómo lo use. Los recientes hechos confirman una decadencia del liderazgo que se inició en Europa hace un siglo, con la crisis social de valores del posmodernismo. En ella lo consistente es sustituido por lo banal.
Uno de sus “logros” sería la emergencia del hombre light o provisorio. El posmodernismo es una cultura decadente que provoca en el hombre la pérdida de convicciones y la desconfianza en la razón. Esto aclara por qué la mayoría de la gente ya no vota “a favor de”, eligiendo racionalmente una ideología determinada, sino “en contra de”, desahogando emocionalmente sus frustraciones.
Con el posmodernismo la “sociedad del bienestar” aspiró a sustituir a la “sociedad del bien ser”. La “vida buena”, conforme a la virtud, fue postergada en beneficio de la “buena vida”. A esta última se le atribuyó nada menos que la felicidad, una felicidad que se podía comprar y vender. La inversión de valores impregnó de pragmatismo a la sociedad; en ella el valor supremo o el único sería lo útil. Se consideró que si algo es valioso y bueno es sólo en lo que tiene de útil.
De una cultura decadente sólo se podía esperar una cultura del liderazgo decadente, la que hoy sigue vigente. A falta de una visión estable de valores y de convicciones personales que sirvan de referencia a los gobernados, los líderes adaptan su mensaje a lo que anuncian en cada ocasión las encuestas.
Drucker señala que los líderes por él observados se sometían a la “prueba del espejo”, una autoevaluación con la que comprobaban si la persona que veían en el espejo por la mañana era la clase de persona que querían ser. Así se fortalecían contra una de las mayores tentaciones: hacer lo que goza de la aprobación general en lugar de lo que es correcto.
El liderazgo auténtico no se reconoce solo por la movilización de las masas y tener muchos seguidores; esa característica la tiene también el liderazgo autocrático, que ordena y exige obediencia. En cambio, la participación es lo propio del liderazgo democrático. Hay que precisar que la participación no es un fin en sí misma, sino un medio para buscar el bien común. El objetivo último debe poseer una superioridad moral.
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