La participación es la única garantía.
Los casos de corrupción que parecen interminables en la administración del Estado, hacen tomar de nuevo consciencia del peligro consustancial al poder político. Un peligro creciente cuando quienes gobiernan no tienen un objetivo de gobierno o una visión de Estado que les guíe, y demuestran que lo emplean para satisfacer ambiciones personales. Si las primeras décadas de la transición política pueden bautizarse como la creciente fiesta de los negocios turbios, la última etapa ha sido el carnaval de las piñatas.
Ante tal realidad, la tendencia ha sido rechazar y repudiar la política, concluyendo que algo inherentemente malo hay en ella. Se tornan indiferentes y buscan protegerse en el espacio privado, familiar o deportivo. Pero, el problema real de la política no radica en su existencia, pues de todos modos no podemos prescindir de ella, sino en la manera de lograr que su ejercicio sea responsable, sin abusos o corrupción.
Nadie entendió mejor este problema del poder que James Madison, constitucionalista norteamericano, quien consideró que su solución se encuentra en la intervención institucional de la diversidad de intereses de los seres humanos. “Solo el egoísmo puede controlar al egoísmo”, sentenció, y sobre esta premisa propuso para su país un entramado institucional que garantiza el equilibrio del poder, a través múltiples controles cruzados que deben trascender la organización meramente formal del Gobierno y convertirse en parte de la cultura política de la gente, de entidades como la prensa, la iglesia, gremios y todos los restantes actores de la sociedad civil, lo que hará a esta vigorosa, fuerte. O sea, la participación ciudadana es la única garantía, que va a transformar a los gobernantes. Ya lo estamos observando, ahora con nuevas organizaciones, sobre todo, de jóvenes comprometidos en cambiar la estructura de poder, y que se traducirá, sin duda, en una nueva distribución del poder político y la riqueza producida por todos. Este compromiso nunca fue una opción de los hombres libres en la antigua Atenas, ya que la idea de un ciudadano pasivo era tan contradictoria, como la de un esclavo libre. “El ciudadano típico ateniense -dijo Pericles en su oración fúnebre- aunque viva absorbido en los afanes mercantiles, sabe enjuiciar muy bien los asuntos políticos… A diferencia de los demás pueblos, nosotros no consideramos que está exento de ambición el que no participa en estos deberes; consideramos que es un inútil”.
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