Abolida en la mayoría de países y ”congelada“ en otros, siempre divide las opiniones.
Jean Jacques Rousseau, en El contrato social (1762) expresa: “Todo malhechor…atacando el derecho de la sociedad se convierte en rebelde y traidor a la patria…la conservación del Estado es incompatible con la suya, por lo que es preciso que uno de los dos desaparezca”. En contraposición, Cesare de Beccaria, en su ensayo De los delitos y las penas (1764) ve inútil la pena de muerte y reclama su desaparición.
Muy lejos han quedado los tiempos del filósofo suizo y del jurista italiano, pero como lo apunta una investigación de la Universidad de Barcelona antes, durante y después de ellos las sociedades han avalado, en unos casos, la pena capital, y en otros, no comparten y hasta tajantemente rechazan su aplicación.
En días recientes y en nuestro entorno, la fiscal general Thelma Aldana se manifestó en desacuerdo con la pena de muerte, y el presidente del Organismo Judicial, Ranulfo Rafael Rojas, dijo que reactivarla “sería un retroceso”, mientras unas voces legislativas la piden con urgencia y otras la descalifican.
Si quien dirige la persecución penal, y quien encabeza el poder que administra la justicia se han pronunciado contra esa acción legal, poco podrán hacer las personas, grupos y sectores que exigen la máxima y extrema sanción. Vale mencionar que en el Título II, Capítulo I y Artículo 18 de la Constitución se norma el castigo a través de 5 incisos, un párrafo y una línea que explican cuándo no procederá.
Por cierto, el debate se ha abierto porque en el gobierno de Alfonso Portillo (2000-2004) se derogó el decreto que implantó el indulto presidencial, y ahora en el Parlamento se hacen esfuerzos para poner de nuevo en las manos del jefe del Organismo Ejecutivo la última fase legal, y en el ínterin se presentó una iniciativa para segar la vida de sicarios y secuestradores.
Datos de Amnistía Internacional muestran que Arabia Saudí, China, Estados Unidos, Iraq e Irán son los que más ejecuciones judiciales practican, en tanto que Gambia, India, Japón y Pakistán, a partir de 2012 volvieron ejercerla. En ese contexto, casi toda Europa y Oceanía no la contemplan, sigue vigente en unos países de Asia y África, mientras el citado Estados Unidos, Guatemala y el Caribe mantienen la medida en América, aunque con diferencias al decidirla, según el tipo de crimen o delito.
Abolir la pena de muerte es una tendencia que empezó al final de la Segunda Guerra Mundial y, por ejemplo, para 1977 eran 16 los estados que la habían desechado; en 2007 la cifra se elevó a 128 y sigue subiendo, no obstante que todavía ocurren ahorcamientos, fusilamientos e inyecciones letales, entre otros métodos ordenados por los tribunales.
La realidad es que la pena de muerte se ha implantado a lo largo de la historia y en todos los rincones del planeta ya sea por actos políticos o hechos delictivos. Hoy, aquí se promueve como un remedio contra la violencia. Desde el punto de vista humanitario y en apego a la misión del Estado, es incoherente motivarla; sin embargo, la prisión no ha sido un disuasivo para frenar al crimen y, tal vez, el principal argumento lo tienen las víctimas, no quienes analizan, estudian o se ocupan del deber ser.
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