Recientemente asistí a una reunión de amigos intelectuales, entre quienes destacaban poetas, novelistas y periodistas. Festejábamos la presentación del libro del poeta Gustavo Bracamonte. Los tópicos de la reunión, animados por varios litros de cerveza, giraron alrededor de la literatura guatemalteca y los escollos que la mayoría de escritores tiene que sortear para poder estar en el imaginario colectivo.
Se expusieron muchas causas, pero la que me llamó más la atención fue la opinión compartida entre varios de los presentes sobre que en Guatemala existe un canon que decide qué es bueno y qué no lo es, en materia de novela, poesía, y posiblemente otros géneros literarios. Hasta aquí, nada me había sorprendido, a no ser que se mencionaron personas con nombre y apellido, quienes, por muchos años, se han convertido en una hermandad que pasa la guadaña de la censura al resto de escritores.
Por supuesto que, en un país como Guatemala, existen diversas corrientes estéticas en todas las expresiones del arte; la literatura no es la excepción. Lo mismo sucede en cualquier parte del mundo. Con una clara diferencia. En nuestro país estas corrientes estéticas no vuelan libremente y no se les estimula a posarse en la mente ciudadana, la cual, al final de cuentas, debe ser el mejor censor de su producción.
En materia de arte, nadie tiene la potestad de hablar ni actuar por los demás, en detrimento del valor que, poco o mucho, puedan tener sus obras literarias. Todas tienen el derecho a existir y ser consumidas por el público, de acuerdo con sus particulares gustos.
Uno de los presentes puso en duda la existencia de dicho canon. Lo curioso es que la mayoría extendió sobre la mesa los nombres y apellidos de sus integrantes y algunos datos concretos sobre sus actos deleznables, manipulando, incluso, resultados de jurados calificadores. Qué actitud más mezquina la de estos personajes, pensé. Con razón los certámenes de literatura y los premios nacionales han perdido su prestigio. No solo son pocos los estímulos, sino caen en manos de verdaderos lagartos del arte. Tiene tanto sentido aquella anécdota sobre los cangrejos: en un mercado, un hombre vendía cangrejos. Los tenía divididos en dos recipientes. En un recipiente sin tapadera había cangrejos en el fondo. En el otro, con tapadera, había una cantidad igual, tratando de saltar a la superficie. Por curiosidad, un sujeto le pregunta al vendedor por qué un depósito tenía tapadera y el otro no. Este con tapadera son cangrejos japoneses; si los destapo, se escapan porque se ayudan unos a otros. Este sin cubierta tiene cangrejos chapines. No hay necesidad de taparlos porque cuando alguno trata de escalar el resto se lo baja a puros jalones.
Algo así sucede con el gremio literario. El canon que existe no deja florecer las potencialidades de intelectuales que luchan a brazo partido por tener un lugar en las letras guatemaltecas. Lo mismo sucede en otros ámbitos del arte, por supuesto. No comen ni dejan comer.