Aunque el poder político en el Estado es uno, se divide para su ejercicio en razón de la función que cada organismo desempeña en la sociedad. Pero no es solamente por razones funcionales ni sistémicas sino porque, como ya Aristóteles, Cicerón, Polibio, Locke y Montesquieu expresaron, la distribución del poder entre los ámbitos ejecutivo, legislativo y judicial es característica esencial de las formas republicanas de Gobierno.
La división de poderes es fundamentalmente un sistema de equilibrio de fuerzas: un balance de pesos y contrapesos, en el que lo más importante que exista es una distribución más o menos equitativa de funciones, atribuciones y responsabilidades entre los principales órganos del Estado, con el propósito de que ninguno de ellos, por sí solo, sea lo suficientemente fuerte para supeditar a los otros y suprimir la libertad de los ciudadanos, tal como lo afirma el constitucionalista Adolfo Posada.
En la elaboración de la Constitución Política de la República de Guatemala, se trató de establecer ese equilibrio, pero las funciones que se asignaron al Congreso de la República, especialmente en el ámbito del control político, hacen que nuestro sistema político sea considerado semi-parlamentario.
Esto es así por la ilimitada capacidad de interpelación y de citación a funcionarios, y por la facultad de aprobar, modificar o improbar el Presupuesto de Ingresos y Egresos del Estado, además de otras funciones que fortalecen la capacidad decisoria de los parlamentarios.
En ese sentido, no se debe olvidar lo que ocurrió con las interminables interpelaciones a ministros de Estado, que llegaron a obstaculizar seriamente el trabajo en sus respectivas instituciones, tema que a final fue resuelto, como espada sobre un nudo gordiano, por la Corte de Constitucionalidad.
Todos estos elementos de juicio deben ser considerados en momentos en que se producen contenciosos o conflictos entre Organismos del Estado. Por una parte, porque la separación de poderes no implica incomunicación entre ellos, ni falta de coordinación interinstitucional; pero, por otro lado, porque cuando se llega a un aparente callejón sin salida, se ponen en manos de un tercero (en este caso la Corte de Constitucionalidad), que finalmente arbitrará
sobre el diferendo.
Lo delicado de estas situaciones es que se van sentando precedentes que posteriormente pueden ser aplicados a casos similares, entonces, los organismos involucrados se debilitan en el ejercicio de las funciones que les son propias.
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