La ciudadanía la visualiza al servicio de los gobernados y no puede ser de otra manera.
Desde España nos llegó la sorpresa, el aturdimiento más bien, de una reacción por demás violenta de las fuerzas del Estado en procura de la defensa de su institucionalidad. Vapulearon (muy democráticos) a los catalanes, sin distingo de sexo, edad o condición física, llegando al extremo de arrebatar urnas de una calificada ilegal consulta. Actos cuya paradoja es la legitimación del resultado de los votos en las urnas, de la población catalana. El movimiento segregacionista camina hacia sus propios derroteros. Pero esa palabra: institucionalidad, cómo hemos de entender, además de su significado, los impactos producidos o por generar.
El desarrollo de la institucionalidad, en principio, se produce en estados democráticos. En los autoritarios no tiene sentido. Carece de razón de ser, pues se hace conforme a los dictados del gobernante y sus cercanos colaboradores (diputaciones, autoridades locales y jueces). Históricamente, las sociedades latinoamericanas y su organización por medio de su respectivo Estado recurrieron al presidencialismo en exceso, aún hay resabios de ello. Así la institucionalidad en ese sentido, ha girado en torno a la figura suprema e infalible del gran conductor nacional. Simbiosis perfecta para el autoritarismo y su inseparable militarismo, predominante en el siglo pasado.
La institucionalidad supone el ejercicio de la soberanía en su distribución político-administrativa a la luz de la división de poderes. Para el caso de Guatemala, es identificable en el contenido del artículo 141 constitucional, cuyo epígrafe es precisamente soberanía, y expresa: “La soberanía radica en el pueblo quien la delega, para su ejercicio, en los Organismos Legislativo, Ejecutivo y Judicial. La subordinación entre los mismos, es prohibida.” Dicho de otra manera, el soberano es el pueblo y las leyes deben garantizar tal atributo. Es la legitimación del poder legislativo, pero este se encuentra circunscrito a las regulaciones de sus atribuciones, les facultan, pero también les inhiben de normar en su propio beneficio o en sentido contrario al bien común.
En nuestros países, unos de los síntomas del debilitamiento de la institucionalidad lo constituyen la expansión de la corrupción y las prácticas de violencia.
Por ello, el término conlleva enormes implicaciones para una convivencia auténticamente democrática. Apelar su empleo en forma ajena al apego de las atribuciones gubernamentales, administrativas, constituyentes, legislativas y judiciales es un enorme error, pues se aparta de un principio fundamental y subyacente de la ciudadanía: ésta visualiza la institucionalidad al servicio de los gobernados y de su bienestar. Cualquier otra acepción o aplicación es una fatal
distorsión.