Dentro del accionar humano existen situaciones donde para alcanzar un fin, las circunstancia obligan a que los medios no cobren relevancia, no importen. Aristóteles planteaba que entre dos males, el menor ha de ser siempre elegido. A lo largo de la historia se han visto plasmadas acciones que ilustran tal principio. Por ejemplo, Robert Openheimer consideró que las muertes ocasionadas en la Segunda Guerra Mundial y las que pudieran haber causado por expansionismo nazi y el imperio japonés, era un mal mayor, que haber contribuido a la construcción de la bomba atómica, que al hacer impacto en Hiroshima y Nagasaki el 6 y 9 de agosto, respectivamente ocasionó más de 200 mil muertes y miles posteriormente.
Pensar que con una acción determinada se va evitar un mal mayor, constituye una decisión riesgosa, ya que los daños colaterales que puedan suscitarse podrían constituir la apertura de la caja de Pandora, donde los males serían insospechables. Sin embargo, que el propósito sea que con un mal menor se aplaque otro que podría ocasionar una hecatombe, no garantiza que a la larga esa decisión pueda causar un mal aún mayor.
Openheimer se arrepintió de haber colaborado en la construcción de esa terrible arma, al ver el impacto causado en la población japonesa. El miedo generalizado a que Adolfo Hitler tuviera en su poder tan dantesco armamento quizás le sirvió de consuelo a Openheimer tras dichos acontecimientos. Las circunstancias son las que obligan a tomar esas decisiones límite, que dan por resultado el sacrificio de algo para el logro de un beneficio mayor. Evitando que esas circunstancias se presenten, se impedirá que un mal menor sea causado para evitar uno mayor. El fin no debería justificar los medios; esa es la vía para resolver los problemas que aquejan a los individuos y a las sociedades en el mundo.
Queda a la razón establecer qué camino seguir en la toma de decisiones, estableciendo la ética como criterio de acción, en pro de la justicia y de una existencia armoniosa en sociedad.